El asesinato de Osama Bin Laden me recordó un artículo que había publicado acá en Tecnozona hace casi tres años en el cual criticaba la desmesura en la utilización de las palabras. Cuando uno lee no sólo calificativos como “hijo de Satán” o “amenaza para el mundo” sino afirmaciones que hablan de “justicia” o “el mundo es un mejor lugar”, no puede dejar de pensar qué puede haber después de eso. Si Bin Laden era el “hijo de Satán” ¿quién queda después? ¿el propio Satán? No puedo evitar pensar en cómo las palabras han perdido gradualmente su valor.
El último gran desastre telúrico de Japón disparó una discusión sólo levemente levantada por algunos medios. Una discusión que todos los que trabajamos con las palabras, nos debemos. Y no sólo los periodistas, sino también los publicistas, los responsables de marketing, los community managers y todos aquellos que usen el lenguaje en tareas de comunicación.
Se trata de cómo se está degradando y minimizando el valor de las palabras. El gatillo fue la palabra “apocalipsis”, utilizada por varios noticieros y periódicos para calificar el peligro potencial de una fuga de radiación, a raíz del terremoto que ocasionó daños a la central nuclear de Fukushima, en Japón. O sea, si el Apocalipsis, según la acepción bíblica, es el final de todo, y no ocurre ¿cómo llamaremos al próximo desastre? ¿Más apocalipsis, super apocalipsis…? ¿o deberemos inventar una palabra?
Días atrás también hemos escuchado a una acusada de un crimen, referirse al fiscal que la acusa como “esto es estar en algo Nazi y ser judío” y, según El Argentino, “Comparó su martirio con los judíos en la Alemania Nazi”. Nuevamente, como judío, me sonó degradante. Es decir, el martirio, la tortura física y mental, el genocidio y el racismo que sufrió un pueblo no es para nada comparable con el sufrimiento de una acusada de un delito. No digo que no sufra, pero no se pueden equiparar de ninguna manera.
En el artículo de marras, que escribimos hace 3 años, sostenía que la polaridad era la responsable de que seamos (me incluyo, porqué no) tan extremistas a la hora de calificar con adjetivos. En ese momento había señalado la inconveniencia de la desmesura. Había escrito “Quienes posan de “líderes”, de “primeros en su segmento”, aún cuando consigan que se los diga otra organización (como Gartner y su famoso “cuadrado mágico”), lo que en realidad consiguen es incredulidad. Hay un viejo proverbio español que dice “Dime de qué blasonas y te diré de qué careces”. En otras palabras, el tipo que dice “soy honesto” lo más probable es que no lo sea —del todo, por lo menos— porque de lo contrario no necesitaría decirlo, sus acciones hablarían por él mismo. La desmesura es un límite. No se puede ir más allá de la más exagerada de las expresiones. Si vos te la pasás anatemizando o glorificando, a la larga o a la corta, te van a dejar de creer”.
Ya entonces me había quedado en el tintero otra pregunta que aprovecho a hacerle ahora a los CIOs, a los gerentes de tecnología y los compradores: ¿alguien medianamente informado ha comprado algún producto por los adjetivos que el vendor escribió en sus folletos o en su publicidad? ¿algún ejecutivo responsable se dejó llevar por el mensaje de “el mejor en su segmento”, “el líder”, el “cambo de paradigma” o la “revolución”? Francamente, no creo que eso sea posible.
Entonces: ¿a quién va dirigido el mensaje superlativo? ¿a la masa, a la plebe, a los giles…? ¿o a nosotros los periodistas?
En lo que a mí respecta, o sea, por mí, el mensaje se lo pueden ahorrar.
Foto por Hamed Saber